extraída y adaptada de la
Historia inédita de Venecia
§§ -transcripta a pedido del Serenísimo Príncipe
& del Ilmo. instructor Francesco Mladineo -§§
“En el patio, en una hoguera habrán
de quemarte, cuando por fin confieses:
hacer nudos en el pelo, de un faisán
haber bebido la sangre, por meses
acostarte con el demonio, el ano
haberle tocado, comer sus heces,
beber sangre tanta sangre de humano;
hasta que confieses vivir de noche
amante de la luna con la mano
confieses tocarte y ya sin reproche
en ascuas grites y por puta, ardas.”
Incisión en la celda de M.R.
-------- Los jueces se sentaron contra la pared del fondo de la amplia habitación. Hicieron entrar a la procesada, que dijo: “Soy María, María Radoslovich, de Zara. Tengo más de sesenta años, tantos que he perdido la cuenta. No sé por qué me trajeron acá”. Tenía que haber una equivocación: no había hecho nada: lo único había sido hablar de Ermolao, de la vez que lo vio llegar a Sanvincenti en carroza. ¿Qué de malo tenía hablar si estaban todos muertos, él, el Doge Marino, todos? Últimamente no hacía otra cosa que recordar. Recordaba el día que se conocieron, ella estaba tendiendo las sábanas y sintió un trote de caballos y se asustó con el polvo de la tierra roja. Ermolao iba en el pescante y Marino, asomado por la puerta, gritaba: “no hay vuelta que darle, los venecianos nacimos para las góndolas”.
Todo el feudo se había reunido en la plaza a ver la carroza, cómo Ermolao ayudaba a bajar a Ángela y Marino a Morosina, pero ante todo, para no perderse las bodas de cristal de los Grimani con las Morosini: el espectáculo de encajes de Burano que lucía Morosina, siempre tan linda, tanto que la envidiaba más a ella que a Ángela, la mujer de Ermolao.
"Esa noche, mientras Marino y Morosina festejaban, y Ángela permanecía encerrada en su pieza con un humor de perros, Ermolao se me acercó y me preguntó: cómo te llamás, y me dijo, Dios me libre, qué ojazos tenés”.
A la pregunta de que si lo había mirado o lo había incitado, María negó: “No, lo juro por Dios; dije mi nombre pero no lo miré”; a la pregunta de que por qué dios juraba, “por el único” respondió.
“Continúe”, le dijeron.
Ermolao le propuso ir al establo a medianoche y ella, que tenía catorce años, ella había ido porque era una orden del patrón, “y porque mi madre me había enseñado a obedecer, y porque Ermolao, aunque fuera mucho más grande, me gustaba”. Los jueces le pidieron que fuera al grano. “En el establo él sacó un libro. Me leyó una poesía y nos besamos. Por cinco años, cada vez que venía a Sanvincenti, nos encontrábamos ahí. A veces, bajaba de día a mi cuarto y lo hacíamos rápido para que nadie sospechara”.
Entonces, los jueces ordenaron al ujier que la desnudara. Del examen minucioso se relevaron las siguientes pruebas: dos marcas en el cuello, seis llagas alrededor de los bajos orificios y casi ninguna señal de la avanzada edad, ni arrugas ni callos ni várices.
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Al segundo día se le preguntó cómo sabía que se había acostado con él y no con otro parecido a él, tipo el demonio o un emisario del demonio. María se hizo la señal de la cruz. “Cinco años habían estado juntos: no podía confundirlo.” Su madre le había enseñado a quién mirar: con Ermolao tendrían lindos hijos. Ellas habían venido a Sanvincenti justamente para eso, para escapar del demonio y cambiar vida de una vez por todas. La madre temía que los turcos la violaran. Una hija violada es difícil que tenga un futuro, “para eso, mejor que te lleven los turcos”, le decía la madre, y antes de que sucediera, empacaron y se encaminaron para Sanvincenti, bajo la recomendación de Su Señoría el instructor Francesco Mladineo, que les había conseguido trabajo en el castillo.
Ella sabía distinguir al demonio y a sus emisarios. Siempre le había temido a las brujas. Era cierto que de casada se negaba a plancharle a su marido, pero eso para no esclavizarlo. No planchaba ni había tenido hijos ni rezaba en voz alta ni iba a la iglesia. Los del pueblo la trataban de bruja por eso y porque sabía de especias y no tenía miedo, casi nunca. De chica, una comadre le decía bruja y ella pensaba para sí: “si son todas como vos, más me vale que te muerdas la lengua”.
Era verdad, a la iglesia no entraba. Ella tenía otros santos. San Saba era su preferido. ¿No se podía? María Radoslovich dijo no saberlo, como tampoco que estaba mal llevar las uñas largas y el pelo despeinado; si había que peinarse, lo haría, dijo, y se peinó con los dedos y se comió las uñas y empezó a desvariar.
El ujier hubo de llevársela.
El ujier hubo de llevársela.
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Al tercer día Radoslovich volvió con los puños cerrados y una mueca en la boca.
Dijo, soy María. Y dijo: “Por él me revolqué con las bestias en el barro. Una enfermedad es el amor, un mal de ojo: no sabía que sabía hacerlo pero lo hice, a él, que no era él, era el demonio”. Se había enamorado del demonio que se hacía pasar por Ermolao y ahora había vuelto para injuriar a las familias de bien, cuando lo cierto era que los había ido matando, uno a uno, a todos, que no habían muerto de viejos sino por su culpa.
¿Dónde había aprendido a hacer esos gualichos?, le preguntaron, y aludieron a Caterina, una bruja de Zara.
María se limitó a asentir.
María se limitó a asentir.
“Continúe”, le dijeron.
“No tuve hijos. Una vez estuve embarazada pero lo perdí. Lo enterré junto a la piedra, de donde dicen que nacen los niños. Lo rodeé todo de encajes... Se los había pedido a la patrona Morosina, pero no quiso dármelos. A ella, le robé las puntillas; a Ángela, quise sacarle el marido, pero él no quería, entonces me dije, prendo fuego el castillo. Empecé por el establo, donde fui la primera en caer entre el humo y las llamas. Pensé: por fin he muerto, pero no, ni eso.”
Nadie había sospechado cuánto lo amaba, cuánto se debatía, nadie salvo uno de los sirvientes, que hacía tiempo la miraba y que la salvó del fuego, se la llevó cerca del mar y le propuso casamiento. De eso hacía más de cuarenta años. Ahora todos estaban muertos, hasta su marido. Ella había venido creyendo que una vez que todos estuvieran muertos, le estaría permitido hablar...
A 25 días del mes de febrero de 1632, ante el instructor Francesco Mladineo, María Radoslovich confesó:
“- bebo hasta emborracharme;
- me he drogado con mandrágora, cáñamo y opio;
- he participado en aquelarres, he fornicado con animales y me he acostado con mujeres;
- he comido carne y bebido sangre tibia de corderos sacrificados;
- detesto las labores de casa, el llanto de las gaviotas y el de los niños;
- vivo haciendo fórmulas mágicas con palabras;
- en las almohadas de mis víctimas dejo matas de pelos anudados, plumas de basiliscos, gotas de sangre, heces de murciélago, ungüentos;
- me he masturbado con la mano y con palos. He gozado horrores haciéndolo;
- he amado a mi demonio más que a nadie. Me he enroscado en su cola y le he acariciado el ano;
- he envenenado a los hombres como una víbora, a lengüetazos; he adorado a más de un dios y no entro jamás en las iglesias y soy una blasfema y he abortado y he matado con palabras y puede que nunca haya dicho cosas alegres o asegurado finales felices.------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------ Lo confieso.-----------------------------------------------------------------------------------------------”