El sendero luminoso

El tren que iba de Trieste a Erpelle 
(y de ahí a Lubiana, y de ahí a Viena)




Por las antiguas vías del ferrocarril que llevaba a Erpelle-Cocina (la parte eslovena) y unía el puerto de Trieste con Viena y Lubiana a fines del 800, hoy no pasa más el tren. Las vías han sido convertidas en una senda para bicicletas y peatones, desde donde se ve el Carso y gran parte del golfo triestino. El desnivel del recorrido es humanamente posible: nada que una persona acostumbrada a caminar no pueda llegar a hacer si en lugar de usar unos zapatos que le aprietan y no se decide a tirar, se pone unos vaqueteados y emprende la marcha con una cantimplora y un sanguchito.
La salida principal del sendero se encuentra en el barrio "popular" de San Giacomo. Así llaman a los barrios y a las construcciones no residenciales en Trieste, destinados a los trabajadores que supongo nunca han escaseado y que a partir del 800' empezaron más bien a sobreabundar. Lo que entonces se llamaba popular, por ejemplo un apartamento de ochenta metros cuadrados, hoy resulta casi un lujo si se tiene en consideración el metro italiano donde se siembra hasta en los maceteros (esto no es una alegoría ni una metáfora).
Lo que antes era popular hoy resulta no serlo, o no serlo tanto, basta ver los edificios de Via San Michele, uno igualito al otro. Es fácil diferenciarlos. Bajan por la curva enfrente del homónimo parque y se repiten idénticos desde el cívico 13 al 29. Yo vivo en uno de esos. Cuando me dijeron que eran casas populares del 800', me pareció que debía de ser una suerte vivir en un siglo en el que lo popular era un edificio de tres pisos. Hoy, en la mismísima Trieste, Melara (un monobloc con forma de cuadrilátero que se encuentra cerca de donde termina este sendero) es el modelo de lo popular, en el sentido de Malthus y del crecimineto exponencial de la población, que hoy en día, además, llega vivita y coleando a los cien años y no muere.
Me pregunto qué era lo que hacía popular a un edificio en el 800'. Supongo que el hecho de que uno fuera igual al otro, como es el caso de las casitas aquí que se encuentran en este mismo barrio, en las calles de Antenorei y Papiriano que corren paralelas y que no superan los quince números cívicos. Para los que quieran verlas, se encuentran a pocos metros de la entrada del sendero. Allí, entre una calle y la otra se puede ver una antigua fuente de agua, de las que todavía quedan en Trieste, y esas casitas que parecen un dominó y muestran que ya entonces lo popular era la copia, lo repetido. Quizá estos edificios son los ancestros de la actual producción china basada en la imitación, pienso, mientras emprendo el camino hacia Eslovenia, donde ancestros parece ser que no faltaron si se piensa que se han encontrado restos del Neolítico, unos 7500 años atrás, y de los romanos, siempre los romanos, que como en muchos otros sitios, construyeron el acueducto que pasa por la Val Rosandra, la reserva natural que se halla al final del sendero, cerca de la frontera con Eslovenia y del paso de Basovizza. Una belleza única de Trieste.

Entonces, recapitulando, de este barrio sale el sendero que pasa de la ciudad al campo, de lo popular al Carso de Trieste, del nivel del mar a unos 450 metros por encima. La entrada está en Via Ponziana, a la altura del cívico 8, bajo el puente, sólo que por ahora no terminar con las obras, Lo mejor hoy día es ingresar por unos quinientos metros más allá, en la Via dell'Istria, casi en la puerta del Hospital de niños Burlo Garófalo. Allí hay un puente y una escalera que sube hasta él y permite cruzar la avenida por encima y acceder a la bicisenda.
Sin haberlo planeado veo la escalera y decido subir. Es un día soleado de bora, faltan dos días para La Barcolana, y encima, estamos en otoño, el período ideal para caminar por el Carso que cambia de color y ora es rojo, ora amarillo o siempre verde.

Después de unos metros, siento el zapato que me lastima pero el sol me convence a quedarme al aire libre y seguir entre las viñas, los chaletes, las huertas, y cada vez más bajo, el mar, azul petróleo. Salgo del hospital Burlo y me ancamino hacia el otro, el hospital de Catinara, inconfundible gracias a su imponente dimensión en medio del verde. Hasta allí el sendero es de asfalto; después empieza el campo, el olor a setas, los carteles en italiano y esloveno.
Me gustaría pasar por Melara (el barrio popular que mencioné antes y que se encuentra a un costado de Catinara) pero antes tengo que llegar a la frontera. Además empiezo a sentir retorcijones de hambre. Apuro el paso. El camino se hace cada vez más verde. Lo veo abrirse en medio de los pinos y de los robles a medida que el mar se aleja y los árboles se hacen cada vez más altos. Entonces, como una aparición, encuentro el tunel: la gran sorpresa de este sendero (que no puedo develar sino dejaría de ser una sorpresa). Lo atravieso con ganas de llamar a mis amigos; contarles lo que estoy viendo. El celular está bajo cobertura eslovena; el crédito es de un euro. Me reservo el último mensajito y disfruto del túnel. 
A cierto punto veo el camino de mula que lleva a la iglesia de piedra sobre la Val Rosandra, que también en parte es de piedra. Estar acá, después de ese túnel, vale el cansancio y el dolor de pies y el hambre. No hay que detenerse.


En la Estación de Sant'Antonio Mocco pregunto si hay algún lugar para comer por allí cerca. No hay nada a menos de media hora de allí, en el pueblito de Draga Sant'Elia, poco antes de la frontera. Sigo y llego a la Locanda Mario. Poco antes hay un cartel con una indicación de la Trattoria Botazzo, sólo que debería alargar el camino unos dos kilómetros, que significaría mucho con los zapatos adecuados, pero es una tortura cuando no se los tiene. En mi caso, sigo hasta la locanda, es decir, hasta la venta, de la familia de esas que solía frecuentar el ingenioso Don Quijote.
La locanda Mario es un restaurante grande. Tendrá unas veinte mesas más las que están fuera. Me siento en la barra y pido una cerveza. El mozo declama la lista de entremeses, primeros y segundos. Nombra dos platos, uno con caracoles y otros a base de ranas. Recuerdo que alguien me había dicho que era esa la especialidad de la casa, sólo que para evitar la somnolencia hago amrchar una porción de jamón de cabra y un café. Un nero, como se le dice al café solo en Triste.
Antes de proseguir, pregunto cuánto queda para la frontera. El mozo dice, una media hora; poco antes está la estación de Sant'Elia: vale la pena verla.
Camino por el sendero de gravilla, descalza. Me convenzo que las piedritas hacen bien, hay gente que paga por ir a un centro de belleza y caminar sobre rocas. Tengo que llegar al menos a la frontera, no digo al final, pero sí a la frontera.
Paso por la estación de Sant'Elia, hoy día tapiada y sumida en la vegetación. Imagino allí un restaurante, otra cervecita. El edificio en realidad se está viniendo abajo, salvo por los muros, que siguen en pie solamente porque son de piedra.
La frontera está a trescientos metros de allí. Prosigo. Otro cartel dice: Confine di Stato. Quisiera ver el cartel del lado esloveno, pero no encuentro ninguno, ni de bienvenida ni de despedida. Parece ser que antes de que Eslovenia entrara en la Comunidad Europea por este sendero no había ningún aduanero con cara de pocos amigos que te pidiera los documentos. En efecto, hasta el cartel en italiano da la impresión de ser nuevito.
Un par de personas pasan a pie o en bicicleta. El sendero continúa. No doy con ninguna señal después de la frontera; sólo un carrito rojo y amarillo con un enjambre que revolotea en las puertas de las colmenas. El camino sigue igualito de este lado, la única diferencia es que, en medio del sendero, entre las ruedas, crece el césped.



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