La hija de Lot





Esperaba que
me invitaras a nuestro cuarto de espejos
a aquel oscuro hotel
alojamiento
frente a las bóvedas grises
del cementerio;

esperaba que me invitaras
que me dijeras
vamos a tomar un café acá a la vuelta
y al rato
que la mesa se convirtiera en auto
y el auto en sacrificio y el altar
en tálamo.

Después con la toalla
jugarías a secarme
como de noche se arropa
una muñeca de porcelana
fría.


Desnudo
delante de las estatuas del cementerio
sólo el reloj te hubiera quitado
pero ellas como furias
espiaban por encima de las bóvedas
detrás de los cortinados gruesos
en la hora de la siesta.
No había tiempo.

Te confieso: en sueños he habitado
con tu mujer y con vos en tu casa.
Tu casa en la selva junto al delta.
El barro nos resguardaba de los jejenes
mientras escondido en el espesura
dormía el puma.

Desnudos
nos revolcábamos por el césped;
tu cabeza ardía entre mis piernas.
Una gasa invisible un velo
subía por los corredores
las escaleras de mármol desiertas.
De repente, cambiamos.
Ahora vivía en una cúpula
frente a una plaza
de palmeras y de gomeros
abrazada a tus raíces,
sin saber soltarme.

No tenía dueño
pero te amaba tanto
que acepté compartirte en sueños.
La selva tersa
de baldaquín y frutas muertas
fue nuestro refugio
sólo que había un reloj de péndulo
y dentro, la alcoba negra.

La prima vez
apareciste en bermudas.
Tenías mi edad
pero en una foto ibas de frac,
con una mujer de blanco 
al brazo.
Parecías más viejo, insinué,
y riendo dijiste, 
esa eras vos hace años.

Bebimos 
de la misma copa la ambrosía 
y los dioses se vengaron.
Sobre una mesa cubierta
de plumas 
de ámbar o de cera
me lavaste como lavabas
a tus otras hijas
con la lengua.
Querías que fuese como ellas,
y con arcilla y barro
me modelaste
y un anillo de oro
forjaste con tus letras.

Nada temía más
que tus pasos por la acera.
Aún los oigo a los lejos
aunque no quiera.
Tu música es eterna.

Yo querría acallarla
querría que las leguas de nubes 
de mares te hicieran 
ceniza o niebla.

Del amor he temido siempre
que al nombrarlo
desapareciese, por eso
soy muda.
De haber sabido
que tu casa era la cárcel
donde hora vivo, que 
no hay guarida,

olvidaría las palabras, las aves blancas
en el lago, delante los caballos
con las riendas en el suelo esperando,
te dejaría en algún rincón
por fin solo
olvidado.

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