Carta abierta -cursi pero sincera- a María, la otra hija [enviada hace 5 años y publicada hoy, a dos días de la conmemoración del golpe militar]





Trieste, 22 de mayo de 2007

Querida María:

Han pasado tantos años desde que nos conocimos que lo más probable es que ni siquiera te acuerdes de mí. Para entonces teníamos unos trece, catorce años, y ya cargábamos con un pedazo de Historia heredada, del que vos conocías una parte en carne propia, y yo, ilusa, creía conocer la otra cuando en realidad sólo repetía una versión que, sin darme cuenta, me había sido inculcada. Intuirás a qué me estoy refiriendo.
Me acuerdo de esa tardecita como si fuese hoy. Subiste las escaleras de la casa de mi prima y te sentaste en una de las camas del cuarto; hablamos, contaste tu historia y yo no supe escucharte.
Reconozco que esta carta, más que un pedido de disculpas puede ser una liberación. Una vez más tiene todo el aspecto de un acto egoísta y tardío. Aprovecha la boleada, dirán algunos, para subirse al tren y hablar. No me importa lo que digan, yo sólo sé que necesito escribirte, y que hasta que no me saque este peso de encima va a ser difícil reconciliarme conmigo misma y, más que nada, invertir la actitud que una vez tomé.
De todas maneras, te pido disculpas por lo que te dije en Claromecó, en ese verano hacia fines de los años ochenta y principios de los noventa. Me pregunto si recordarás las idioteces que repetí. Estoy segura de que sí, no porque esas palabras merezcan ser recordadas, sino porque la ambigüedad y la sospecha que ellas extendían sobre todos los desaparecidos, su difusión en boca de tanta gente, la falsedad que solapaban difícilmente podrían olvidarse. Eran frases que usaban la táctica del ataque como defensa. Sólo que el ataque del que se valían era falso, ladino, ambiguo, mientras que la defensa era contra la acusación de crímenes y torturas por demás testimoniados.
Sospecho que no las debés haber olvidado porque ni siquiera yo lo he hecho. Sólo te puedo decir que era ignorante y que eso no me salva. Me siento culpable por haber sido cruel con mis palabras, por no haber sentido compasión (no en el sentido religioso, sino etimológico). No te pido perdón por haber repetido lo que se decía. Eso lo heredé y poco a poco fui aprendiendo que las cosas no eran como me las habían contado. Pero la crueldad con la que te traté, la incapacidad de oírte, la falta de conmiseración eran sólo mías. De nadie más.
Muchas veces traté de hacer memoria de la época del golpe. De entonces sólo conservo pocos recuerdos, casi todos para cuando se acercaba el final. Recuerdo una práctica en caso de bombardeo que organizaron las monjas del colegio al que yo iba. Una mañana nos hicieron formar en la vereda para practicar la entrada en caso de que bombardeasen la ciudad. Parecía una parada militar.
Del mismo período aunque la frase debe haber sido posterior, recuerdo las palabras de una maestra de geografía: “Si uno deja las puertas de casa abiertas, luego no puede recriminar que alguien haya entrado a vivir dentro”. Por primera vez sentí que alguien opinaba diversamente, estuviese o no equivocada.
Esos son mis pocos recuerdos. Todo lo demás se reduce a la vida en familia. El mundo externo no era más que la interpretación que de él daban los mayores. Decían que «no habían estado metidos» y esa era una de las frases hechas que se oían por doquier.

Cuando me encontré con vos algo de todo ese discurso comenzó a resquebrajarse, pero no di el brazo a torcer, como la buena testaruda que sigo siendo o padeciendo. Mi prima creo que te había conocido en la playa. Eras de La Plata y tenías una forma de vestir y de pensar diferente a cuanto yo había visto y escuchado hasta el momento. Esa tarde, en el cuarto de las cuatro camas, nos pusimos a hablar de política. No recuerdo cómo salió el tema. El caso es que hablamos de los desaparecidos. Yo por boca de mis padres, vos por tu propia experiencia.
El cuadro que revivo de aquel momento es el de un juicio. Estabas sentada en una cama y nosotras en la de al lado, con el cuerpo nos enfrentábamos. Te recuerdo con un pañuelo alrededor del cuello, el mismo que usaría Arafat, pero no sé si esa imagen no correponde a encuentros sucesivos. Más tarde, durante los primeros años que cursé en la Facultad de Letras, empecé a identificarme con esa forma de vestir. Hurgaba en el arcón de mi madre y me ponía la ropa de los años setenta. Sin saberlo, creo que estaba reviviendo la generación de mis padres. No lo había pensado antes, pero creo que había algo de eso.
En definitiva, como buena ignorante dejé que las frases hechas circularan por mi boca. «Los militares habían tenido que defender el país. Era una guerra». Los desaparecidos: “algo habrían hecho”, y aunque no lo dijese, creía que todos ellos habían pertenecido a un movimiento extraño llamado “montoneros”, una palabra que de por sí era oscura y parecía querer decir que eran muchos, ponían bombas, se escondían en los montes y mataban.
Hasta entonces yo no sabía nada de tu vida, mucho menos de la vida de tantos chicos de mi misma generación. Sólo había escuchado hablar del caso de un padre que había salido a comprar los pañales para la hija recién nacida y que nunca más había vuelto a casa.
Tus palabras fueron un zamarreo que me despertó del letargo. No ese día, pero sí con el tiempo. A mis frases repetidas y vacías de todo contacto con la realidad, respondiste con tu historia, tu nacimiento, tu experiencia.
Todavía hoy recuerdo tu cara. Ni una lágrima, sólo un dolor y una rabia que parecías rumiar con paciencia. Creo no haberme rectificado, más bien todo lo contrario. Volví a decir: “Por algo habrá sido”.
Las otras veces que nos encontramos, habrán sido una o dos, no me atreví a pedirte perdón. Puede que la razón haya sido que todavía no hubiese llegado a conocer toda la verdad, o porque mi carácter terco y obtuso me lo impedían. Poco a poco comencé a preguntar y luego a defender una causa que entonces no lo sabía, pero era generacional. Indagaba la historia negada, las mentiras repetidas. No tenía muchas herramientas y mi conocimiento de la historia era mínimo, pero ya entonces creía que las frases que tantas veces había oído e incluso repetido eran ambiguas, sobre todo no servían como prueba contra tantas denuncias de abusos y torturas por parte de familiares de víctimas e incluso de ex detenidos.
No sé qué es de tu vida, ni dónde estás viviendo. Intentaré hacerte llegar esta carta para pedirte, de todo corazón, disculpas.
Sinceramente,
María Sánchez Puyade

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