Como yo, mi gato pronto se tiró por la ventana. Nos llamó el sonido de las hojas, una brisa de mástiles que tintineaba. La única diferencia es que yo sentí el vacío después de su salto y súbito empecé a llamarlo.
No estaba en los armarios, en la olla convertida en cuna, en el cesto de la ropa sucia, en alguna hendija, debajo del sillón o detrás del horno.
Cómo habrán quedado los familiares de todos los que se fueron como arremolinados por una fracción, una fractura del tiempo.
Anduve chistando. Llamándolo. Revisé hasta los contenedores de la basura diferenciada. Esa mañana había tirado el papel (no fuese que se hubiera metido en la bolsa sin que me diera cuenta).
Me quedé junto a la ventana hasta que un gato negro apareció. Me miró con sus ojos amarillos y supe que me estaba diciendo que por ahí andabas.
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