Ayer la plaza ardía. La gente se empujaba por ver la botadura del nuevo crucero del astillero de Monfalcone. Para la ocasión habían llamado la belleza de una actriz que bautizaría el barco cortándole el cuello a una botella de Champagne, la voz de un actor que recitaría el Himno a la Belleza, a un grupo de bailarines de la Scala de Milán que andaban en punta de pie y daban saltos gráciles por el aire, a un pianista que escandiera la velada con himnos patrios y su Va pensiero de Verdi, una trapecista colgada de unos globos blancos que parecía que se iría volando en cualquier momento, una presentadora carbonizada por el sol de los últimos meses anémicos, la tripulación del barco, un cura y dos acólitos que bendecirían la nave con agua santa.
De una escena así Fellini hubiese hecho una peli fabulosa. No faltaba nadie a la cita.
Algo fóbica de las muchedumbres, tomé por un atajo. Una motocicleta con dos hombre apareció por la vereda de la esquina, a toda marcha me cortó el paso. Los miré como para hacerlos añicos. El más gordo llevaba un casco oscuro; el flaco, abrazado detrás, uno blanco. A los tres metros estacionaron en medio del paso.
Pedí permiso. El flaco me pisó y cuando el otro lo advertía de mi presencia yo sentí un repeluzno, no un escalofrío sino un repeluzno de electricidad.
Pedí permiso. El flaco me pisó y cuando el otro lo advertía de mi presencia yo sentí un repeluzno, no un escalofrío sino un repeluzno de electricidad.
Pensé: Alfieri me debe haber mordido. Me estoy haciendo gato.
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