(a propósito del encuentro Dimettiti, es decir Renunciá, en el PalaSharp de Milano)
El sábado 5 de febrero miles de personas con más o menos escepticismo salieron a la calle de diferentes ciudades a pedir la renuncia de Silvio Berlusconi. En el centro PalaSharp de Milán unas 10000 personas indignadas se juntaron a escuchar los pedidos de renuncia de un niño de 14 años y de diferentes representantes de la cultura. Alzaron la voz para que los ciudadanos y el resto del mundo, sordo a lo que en verdad sucede en Italia, sepan que los italianos son rehenes de su propio gobierno, que aunque piden la dimisión y repudian el modus operandi de lo político y el degrado de los fundamentos del Estado italiano, aún así el Primer Ministro no renuncia.
Con palabras de Umberto Eco, están ahí para salvar el honor de la Nación y el propio honor: el propio reflejo en el espejo.
No hubo ni podía haber a tal fin banderas ni escuditos de partidos políticos, sólo estupor. Tanto. Con cada orador el público fue emocionándose, escandiendo con aplausos las emotivas palabras de un chico de catorce años, los discursos de Roberto Saviano, Gustavo Zagrebelsky, de Susanna Camusso, Gad Lerner, las hermanas Biagi, y la gran ironía de Umberto Eco, que criticó a la prensa internacional, más atenta a publicar la caída de un corpiño que un encuentro como ese, cuando millones de voces hace tiempo que vienen gritando para que Berlusconi renuncie y de una buena vez deje el poder. Pero Berlusconi sigue como si nada, y esa tozuda sordera lo asimila tristemente y más que nunca, según Umberto Eco, a Mubarak.
Es una similitud, una especie de parentela que el mismísimo Silvio Berlusconi propuso hace poco, cuando confundió a la adolescente Ruby de sus festicholas con la sobrina de Mubarak. Poco a poco los parecidos saltan a la vista; la gente se va instaurando en las plazas de las ciudades italianas.
No nos confundamos, quiso decirnos Umberto Eco. Los italianos no son Berlusconi, o no todos lo son. Un ejemplo es uno de los oradores que está en el escenario, Roberto Saviano, el escritor de Gomorra que vive rodeado de guardaespaldas por haber denunciado los negociados de la mafia, defendiéndose de los Padrinos de turno, y no sólo de ellos, sino también del descrédito de quién a diestra y siniestra sostiene que algún interés debe tener, en algún chanchullo tiene que estar para haber llegado donde llegó y decir lo que dice. Y como él, tantos. Son muchos los que se enfrentan al poder, no nos confundamos. Lo que está sucediendo en Italia se escucha con sordina en el resto del mundo. En Italia el jefe de gobierno no quiere renunciar y asegura, como Mubarak, que el momento no es apropiado, algo así como que el país como una amante desquiciada no soportaría un día más sin él, sin ellos.
Berlusconi se ha ido transformando en lo más parecido a un tirano, sólo que gobierna no tanto por imposición (lo ha demostrado en el último pedido de moción de censura), sino por sobornos, al parecer hasta en el mismísimo Parlamento, justo ahí, el corazón del régimen italiano. Porque Italia es una República parlamentarista. Si un premier no va no se espera a las próximas elecciones, entra en box, como en la fórmula uno, y se lo cambia. El problema es que el Cavaliere no quiere bajarse de la moto, tiene aprensión. Tiene miedo de los jueces, las leyes que se abolirán, las causas que le caerán no bien el encanto de la impunidad -por él y sólo para él- deje de surtir efecto.
Estamos contando los días. Es sólo una cuestión de tiempo: basta que la gente no aguante más, que en lugar de responder a políticos sin ideas responda a la invitación lanzada por Umberto Eco cuando dijo que había que ir a la plaza todos los días si era necesario para pedir la renuncia. Basta eso y el encanto desaparece. Entonces, las similitudes entre el malestar de Italia y Egipto serán quizá sorprendentes. Porque Italia no es Berlusconi. Italia es ante todo un país que por la radio, por la prensa escrita, por la calle y en las casas busca la forma de salir pero tranquilamente. El único problema es que el Primer Ministro se hace el sordo. No hay que hacerles caso a los del PalaSharp de Milán, dice, como si el pueblo fuese otro, diferente a los que allí estuvieron...
Es el viejo lema de Julio César: Divide et vinces, sólo que ya nadie se lo cree.